domingo, noviembre 27, 2005


Cinetosis[1] en el viaje de mi vida

“Toda palabra, toda dicción
es siempre y necesariamente,
ficción y fabulación”
Albert Chillón


Hoy me subí al nuevo “Metro Valparaíso” porque la curiosidad me mataba. Suelo demorarme unos 40 minutos en micro desde la Escuela hasta mi casa, y pensé que el nuevo tren reduciría ese tiempo a la mitad, incluso a un cuarto... Ilusa yo, caí en la trampa de los “Ferrocarriles del Estado”, que me hicieron crear todo un mundo de maravillas en torno a su famosillo metro adelante. El tiempo de espera fue el mismo, incluso mayor debido a algunos desperfectos.

Probablemente la mayoría no entiende mi obsesión por los viajes cortos. Si usted es parte de ese grupo, he aquí la explicación: el somnífero vaivén de las micros, las historias de los pasajeros y los mismos lugares que -por alguna extraña razón- siempre se vuelven diferentes, son los culpables de que mi mente se detenga por completo. No es que deje de pensar, sino todo lo contrario; mientras avanzo, me detengo... ¿se entiende? Avanzo interminables veces hacia un mismo punto, pero me detengo interminables veces en asuntos cotidianos.

Me gusta viajar sola. No hay mejor trabajo sociológico que el que se puede realizar desde un asiento de micro. En ocasiones el silencio es tal, que da miedo; sólo se escucha el motor de la máquina, como si éste intentara evitar un momento incómodo entre los pasajeros.

Pero lejos lo más incómodo se produce cuando suben los típicos payasos a alegrar el viaje. La gente se transforma en zombies incapaces de esbozar una sonrisa por ¿miedo al ridículo, lentitud para captar los chistes, humor más refinado? Quién sabe. El asunto es que yo me siento una payasita igual que ellos, una que quiere mostrar otra cara de la realidad, pero que lamentablemente vive del aplauso. Necesito esa confirmación de que “todo está bien”. Por eso me cuesta imaginar algo más deprimente que un payaso que no provoque carcajadas.

Ese rechazo a los viajes largos es una especie de claustrofobia. Todavía no encuentro la forma de lidiar durante tantos minutos con gente gris, porque yo me siento colorida, niña, como una caricatura que observa con grandes ojos a los mayores. Y no quiero contagiarme de esa peste que veo en mis idas y regresos... es como si el movimiento producido por los baches del camino fuese hipnotizando a algunos.

Si a esta altura no ha quedado claro, seré más explícita aún: en realidad el miedo no es a las micros ni al hecho de vivir relativamente lejos. El miedo es a crecer y no saber qué hacer, a mimetizarme con el resto porque no me la pude con los proyectos personales. Nuevamente necesito a esos pasajeros riendo, llorando, hablándome. Me gusta viajar sola, pero sabiendo que al final del viaje alguien me esperará.

Cuando era más chica, solía escuchar que “la risa abunda en la boca de los tontos”. Nunca lo entendí, pero reconozco que algunas veces hice caso y mantuve silencio para no molestar o parecer estúpida. Ésa es la obediencia que no quiero repetir; mi meta es dejar de acatar órdenes porque sí, y comenzar a crear, criar(me), opinar. Al parecer no es tan difícil.
Como dijo alguna vez Chillón, la palabra es logos y mito, es decir, hay un juego constante entre realidad y ficción mientras se escribe. La memoria es frágil y tendemos a adaptar nuestra experiencia a lo que nos parece más adecuado. Tal vez eso hice en este relato; probablemente mezclé partes de vivencias reales con vagos recuerdos de la infancia. Pero, por lo menos ahora, resultan más nítidos que nunca los viajes matinales a Viña, cuando las nauseas me impedían seguir avanzando; tal vez fue un presagio de lo que sucedería en el viaje de mi vida, de ese miedo al movimiento, al cambio que todavía debo superar.

[1] Náuseas, alteraciones digestivas y vómitos son síntomas del mareo por movimiento o cinetosis, un mal producido por la aceleración o desaceleración repetida de un objeto móvil y que afecta, principalmente, a los niños.